O ano de 2023 será profundamente marcado pelo protagonismo dos povos indígenas
4 jan 2023 – 16h19
(atualizado às 18h03)
Uma reparação histórica acontece nesse momento. Pela primeira vez depois de 522 anos, teremos indígenas no alto escalão do governo e nos espaços de poder.
O inédito Ministério dos Povos Indígenas tem à frente uma mulher indígena, Sônia Guajajara, que desde que assumiu seu cargo já recebeu várias lideranças indígenas para o diálogo e para a construção coletiva de lutar por direitos. Uma conquista do movimento indígena e a certeza de que a luta coletiva sempre trás boas conquistas.
Presidente Lula e a ministra Sônia Guajajara: nesse início de ano, povos indígenas contabilizam vitórias importantes para a luta coletiva dos povos. Foto: Divulgação/Ricardo Stuckert
Outro marco na história é ter uma mulher indígena na Presidência da Fundação Nacional dos Povos Indígenas (FUNAI). Joenia Wapichana é a nossa presidenta, a Funai terá a cara dos nossos povos e a força de uma guerreira indígena. Ela foi a primeira mulher advogada indígena e deputada federal do Brasil. A Funai faz parte do nosso Ministério dos Povos Indígenas (MPI). Com os dois órgãos e as duas lideranças construiremos para nossos povos proteção e segurança. E para nosso território, demarcação.
E a luta não para por aqui. Essa semana saiu a nomeação do vereador Weibe Tapeba para a Secretaria Especial de Saúde Indígena, que será o primeiro indígena a comandar o órgão que cuida da saúde dos povos indígenas do Brasil. Weibe Tapeba é Líder do povo indígena Tapeba, do município de Caucaia. Foi coordenador da Federação dos Povos e Organizações Indígenas do Ceará, é integrante do departamento jurídico da Articulação dos Povos e Organizações Indígenas do Nordeste, Minas Gerais e Espírito Santo. Vale ressaltar que assim como à Joenia, Weibe foi um dos três nomes sugeridos pela Apib (Associação de Povos Indígenas do Brasil) para ser indicado ministro dos Povos Indígenas, que teve Sônia Guajajara como nomeada.
As conquistas continuam: o advogado Eloy Terena será o secretário-executivo do Ministério dos Povos Indígenas. O anúncio oficial aconteceu nesta quarta-feira (4). Terena é integrante da Apib (Articulação dos Povos Indígenas do Brasil) e defende a pauta indígena em diversos processos no Supremo Tribunal Federal (STF), como o caso do marco temporal e de demarcação das terras indígenas. A convite da ministra, ele aceitou o cargo e irá compor o ministério.
O movimento indígena, inclusive, vê o nome dele como uma possível indicação para o Supremo. A ideia da direção da Apib é articular para que ele seja um dos cotados nas vagas que serão abertas na corte durante o governo de Luiz Inácio Lula da Silva (PT). O petista fará ao menos duas indicações.
Para reforçar mais ainda a presença de indígenas nos espaços de poder, Célia Xacriabá será a nossa voz no congresso. Eleita deputada federal por Minas Gerais, já começou suas articulações para defender os direitos dos povos indígenas do Brasil. Que os encantados guiem nossos parentes e que a luta democrática traga bons frutos de esperança de dias melhores para os povos indígenas.
El pasado 11 de abril se celebraron los 188 años de la Masacre de Salsipuedes. Evento ápice en nuestra historia nacional, este hecho marcó el ansiado “fin” de la presencia indígena charrúa en 1831, cuando éstos fueron emboscados por el ejército de Fructuoso Rivera a orillas del Arroyo Salsipuedes. Allí, murieron cerca de 50 hombres y más de 200, -principalmente mujeres, niñas, niños y ancianos-, fueron trasladados a Montevideo y repartidos en casas de familias blancas con el fin de ser “domesticados” e “integrados” a la vida nacional: un eufemismo para referirse a la esclavización de las cautivas, niñas y niños.
Libros escolares y de cuño histórico nacionalistas, así como académicos contemporáneos, argumentan que los pocos sobrevivientes de la masacre se asimilaron a la sociedad montevideana perdiendo todo rasgo cultural distintivo. En los años 1980, sin embargo, y acompañando la tendencia de toda América Latina, en Uruguay comenzaron a resurgir numerosos colectivos que se identifican a sí mismos como descendientes de charrúas o como charrúas propiamente dicho. Este es el caso del CONACHA, de ADENCH, de UMPCHA, CHONIK, AQUECHA Pirí, Atala, entre otros, distribuidos a lo largo y ancho del país. También, en el último censo nacional de 2011, los datos arrojaron que un 2,3% de la población total declaró tener como principal ascendencia étnica a la indígena, lo cual suma más de 76.000 personas[i]. Un dato para nada menor.
Pese a estos datos, aún retumban preguntas y cuestionamientos acerca de quiénes son aquellas personas y cuál es la legitimidad que podrían tener, si, al fin y al cabo, el “problema” fue “solucionado” hace ya 188 años. “Locos”, “alucinados”, “vivos”, “truchos”, son algunos de los adjetivos que parte de la sociedad acciona para referirse a ellos[ii]. Tal vez sea preciso que volvamos a la raíz de la cuestión para entender cómo el fenómeno de la re-emergencia indígena es posible en Uruguay, como constatado en –todos- los países de nuestro continente. La re-emergencia indígena, o la “reaparición”, nos lleva a indagar sobre el movimiento que lo precede, es decir, cómo la “desaparición” indígena se configuró y asentó con tanta fuerza en nuestro imaginario de nación.
¿Una medida puntual o una lógica de gestión?
Los años siguientes a la declaración de la Independencia en 1825 fueron marcados por movimientos de hacendados y políticos que buscaban estabilidad en la incipiente industria agropecuaria. Si por un lado los hacendados reivindicaban seguridad en el campo contra los robos de ganado y la invasión de sus propiedades, por el otro, el primer gobierno constitucional buscaría tomar medidas para protegerlas, y con ello, asegurar la recaudación pública. Entre los años 1828 y 1830, las denuncias de estancieros acerca del robo de su ganado son abundantes. Mientras que en un primer momento reconocían no saber con exactitud quiénes eran los responsables, hacia el año 1830 van a sostener con firmeza que aquellos eran los charrúas. Con la misma convicción, pasaron a exigir medidas drásticas al gobierno de Rivera, quien en 1831, se encargó de llevarlas a cabo[iii].
Presentada en ese entonces como una medida aislada y puntual, sin embargo, la masacre se localiza en un modo de gestión de las alteridades –de las poblaciones nativas-, que trascendió el evento concreto y también a los charrúas. Las denuncias de estancieros y el paso a paso del gobierno y su ejército eran sistemáticamente publicados en el más importante diario de la época, El Universal. Durante algunos años, innumerables ediciones hacían alguna referencia al tema. Sobre el año 1831, prácticamente todas las ediciones abordaron las persecuciones indígenas. Ya en 1832, no existen más publicaciones al respecto. El problema realmente parecía haber culminado de una buena vez por todas.
Tres años antes, sin embargo, en 1828, más de 8.000 indígenas misioneros[iv] –en su enorme mayoría guaraní-, habían sido asentados en puntos estratégicos de frontera, como en la actual Bella Unión y, tiempo más tarde, a orillas del Río Yaguarón, en San Servando[v]. Antes de eso, los guaraníes ya habían participado en la construcción de Colonia de Sacramento, de Montevideo y Minas, y engrosaban el cuerpo de soldados del ejército. Si bien inicialmente los guaraníes fueron representados como indios patriotas, pues habrían “seguido” a Rivera, una sublevación en 1832 cambiaría el trato dado a ellos. El hambre y las malas condiciones a la que habían sido abandonados, llevaron a que la colonia de Bella Unión se sublevara en enero de aquel año. El evento llevó a que los líderes fueran ahorcados en público, otros recibieran “más de 300 palos”[vi] también en público y que, el mismo año, la colonia fuera ya desmontada y relocalizada a orillas del Rio Yí, actual departamento de Florida, con el nombre de San Borja[vii]. Aunque la presencia guaraní haya sido ampliamente extendida en el tiempo y en el espacio, la misma se pierde en los registros nacionales hacia el año 1860, cuando ésta última colonia indígena, San Borja, es finalmente desalojada[viii].
El silencio que reinó hasta fines de los años 1980 acerca de la presencia guaraní y la exaltación de la Masacre de Salsipuedes como evento final irremediable, llaman la atención para el lugar que los indígenas han tenido a lo largo de la historia. Nuestra historiografía no hace mención a las masacres posteriores a Salsipuedes, ni menciona las políticas de asimilación –o en términos de la época: de “domesticación de los salvajes”, de esclavización, encarcelamiento y deportación que marcaron la gestión estatal sobre los cautivos[ix]. Tampoco se hace referencia alguna a la dimensión de género que tuvieron esas acciones. En cambio, el “etnocidio” charrúa es valorado en una escala masculina de guerra y muerte, donde el asesinato de los varones ha sido tomado como la muerte de todo un grupo social. De ese modo, las trayectorias de las mujeres y sus hijos que ingresaron como esclavas en las casas montevideanas, más que haber “desaparecido”, se incorporaron como espectros en las producciones historiográficas nacionalistas.
Los años siguientes a la Independencia del Uruguay fueron singularizados por este tipo de acciones. La primera Constitución, aprobada en 1830, por ejemplo, prohibía la comercialización de esclavos, lo cual llevó a que paulatinamente la oferta de africanos como mano de obra esclava comenzaran a escasear durante los años siguientes. Recién en 1842, en plena Guerra Grande, la esclavitud es abolida finalmente por medio de la ley N°242. Por tanto, no resulta extraño pensar que uno de los objetivos de la persecución a los charrúas fuese, justamente, la apropiación de mano de obra para fines de esclavitud en trabajos domésticos.
La mayor parte de los sobrevivientes de Salsipuedes fueron mujeres y niños de ambos sexos. Los hombres jóvenes o líderes fueron encarcelados y más tarde ofrecidos como personal de servicio a los buques de bandera extranjera, con la tajante prohibición de sólo poder bajar los indios a tierra una vez en territorio extranjero. Por otra parte, los nombres originales de los niños y niñas fueron cambiados y, -separados de sus madres-, muchos fueron bautizados en la Iglesia Matriz. Algunas de las personalidades que dan nombre a nuestras calles de Montevideo fueron personas que tomaron “indiecitos” del reparto: José Brito del Pino, Luis Lamas, Joaquín Campana, Rufino Bauzá, para mencionar algunos[x].
Un indígena siempre fuera de su tiempo
Irónicamente o no, en los años de re-emergencia de colectivos de identificación charrúa, académicos contemporáneos pasaron cada vez más a reivindicar la figura de los guaraníes, o de los “indígenas misioneros”. Algunos aseguran que si hoy existe algún indio auténtico, este no sería de forma alguna charrúa, sino más bien guaraní. “¿Qué nos van a venir a decir quiénes somos nosotros!?”, me cuestionó irritado un militante charrúa en 2014, haciendo referencia a los conocidos dichos de Daniel Vidart[xi].
Desde los años 1980 han habido enormes esfuerzos en materia académica por “recuperar” el patrimonio cultural de los guaraníes y de reivindicar el significativo aporte poblacional que éstos tuvieron en la base de nuestra sociedad, en detrimento del silencio que se asentó sobre ellos durante dos siglos[xii]. Parte de esos esfuerzos son los que trajeron a tono el ingreso de más de 8000 guaraníes en 1828, o la existencia de varias colonias indígenas, como la de Villa Soriano, San Borja o Bella Unión. En esa línea, algunos académicos sustentan que la idea del charrúa como el indio nacional y predominante en nuestra historia sería equivocada, pues se basaría en una hipervaloración de su presencia, en perjuicio de la enorme mayoría numérica guaraní. Lo irónico es que los esfuerzos por dislocar la imagen del indio nacional hacia el guaraní sean justamente en el momento de re-emergencia charrúa.
Esos sectores, atacan a los descendientes de charrúas afirmando que estos promueven una lógica según la cual cualquier persona podría convertirse en indígena con el sólo hecho de así desearlo, que no mantienen ninguna característica cultural nativa, como el uso de lengua charrúa, y que tampoco conviven en espacios territorialmente demarcados. Para ellos, los charrúas de hoy no encajan en las características que –según afirman- definirían a alguien como indígena. El problema central de esta cuestión es qué toman los antropólogos como pautas de comparación. Aún más, ¿qué tipo de autoridad académica poseen para sobreponer teorías y definiciones antiguas a la re-emergencia de un grupo étnico y a la resignificación de una identidad en tanto fenómeno social que lleva ya más de 30 años? En primer lugar, les exigen a los descendientes autenticidad de costumbres en un contexto en el cual el Estado-nación los obligó a dispersarse y a esconderse por la fuerza. Es decir, les exigen trazos culturales que no condicen con las acciones de exterminio a los cuales fueron sometidos. En segundo lugar, porque toman como pautas clasificatorias a las descripciones hechas por viajeros europeos durante el período colonial, o sea, de hace más de 300 años.
Por otra parte, algunos antropólogos se han basado en argumentos de cuño biológico para argumentar en contra de la presencia charrúa. Señalan que, aunque hayan sobrevivido charrúas luego de las masacres, el hecho de heredar algunos genes no sería prueba suficiente para ser considerados indígenas. De hecho no es prueba suficiente. Pero no lo es por “insuficiencia” de marcadores genéticos, sino porque el propio argumento es erróneo. En la antropología social, fenómenos como el de las identidades étnicas no son mensurables en porcentajes genéticos, en tipos raciales determinados biológicamente, y en ningún tipo de determinantes que no sean fenómenos surgidos en el ámbito social de donde son emanados y recreados.
Mientras el “exceso” de marcadores indígenas –siempre presentadas como características negativas- atribuidas a los charrúas de los 1800 decretaron su etnocidio, hoy, la identidad en recuperación, el pasado y las memorias compartidas no son catalogadas como marcadores suficientes para reconocerlos como indígenas, lo cual denota que el charrúa es pensado siempre como un indio incómodo y a destiempo. La supresión de los guaraníes en nuestra historia y la violencia ejercida sobre las colonias misioneras, así como las campañas de masacre y asimilación forzada charrúa, llaman la atención sobre un doble movimiento de una misma lógica de Estado que llevó a ambos grupos a una “desaparición” obligada. Esta “desaparición”, sea entendida como fruto de las campañas de exterminio o sea por la supresión de esas presencias en las producciones historiográficas o contemporáneas, debe ser examinada a la luz de re-emergencia charrúa.
La re-emergencia charrúa
La identidad reivindicada por los descendientes y charrúas contemporáneos, no es una imitación a aquella que los europeos registraron en el siglo XVIII. Como comenté al inicio, a fines de los años 1980 y luego de la reapertura democrática, emergieron los primeros colectivos charrúas. Comúnmente, el pasar a identificarse como un descendiente o un charrúa lleva tiempo, y sobre todo, un arduo trabajo de investigación de las ramas familiares. Muchas veces el “descubrimiento” de pertenecer a una familia indígena se da por accidente, por desconfianza previa o por relatos que los más viejos deciden poner sobre la mesa. En esos casos, descendientes me han relatado que luego de descubrir que su familia era de origen indígena, pasaron a reconocer en sus propias prácticas cotidianas, -como formas de cura, mitos e incluso trazos fenotípicos-, prácticas conocidas como pertenecientes a la cultura charrúa. Pero más allá de prácticas tradicionales, lo que comparten los descendientes son el ser portadores de memorias de dolor. Lo que salta a la vista y que unifica a esta población es la memoria de trauma, de vergüenzas y miedo que comparten o que sus antepasados les transmitieron. Cargan con las memorias de sus antepasados, y mantienen vivo el peso de las persecuciones, del imperativo de llamarse a silencio, del usar nombres de origen europeo. El miedo a decirse indígena en público, el compartir trayectorias personales sólo de puertas adentro o la vergüenza de reconocerse como tal en un país que se jacta de su origen europeo, son algunos de los trazos en común.
Por qué motivo estas memorias subterráneas –haciendo eco de las palabras de Pollak (2006)-, irrumpieron en la arena pública luego de la dictadura, puede ser atribuido a muchas razones. Sin embargo, lo que debería interesarnos (y principalmente a los antropólogos sociales) es qué formas viene adoptando la re-emergencia indígena en el Uruguay, cuáles son los mecanismos y las estrategias de irrupción de memorias, qué historias tienen para contar, qué gramáticas y memorias comparten. ¿Hasta cuándo seguiremos sin tomar en serio las trayectorias de más de 76.000 integrantes de nuestra sociedad y de más de 30 años de lucha por la reivindicación de la identidad charrúa?
* Francesca Repetto es magíster en Antropología Social por el Programa de Posgrado en Antropología Social del Museo Nacional de la Universidad Federal de Rio de Janeiro, y doctoranda por la misma institución.
Referencias
[i] Para más detalle, consultar el Informe Temático “El perfil demográfico y socioeconómico de la población uruguaya según su ascendencia racial”, de Marisa Bucheli y Wanda Cabella. INE, s/d.
[ii] Por ejemplo, “Entrevista Pi Hugarte y los charrúas”. Montevideo Portal. http://www.montevideo.com.uy/auc.aspx?104044. Acceso en: 20/12/2014. O también: Vidart, Daniel. “No hay indios en el Uruguay contemporáneo”. Anuario de Antropología Social y Cultural en Uruguay, Vol. 10, 2012, pp. 251-257.
[iii] Acosta y Lara, 2006, vol. II, p. 85.
[iv] Algunos autores llegaron a contabilizar a 20.000 guaraníes en distintos fondos documentales del país, sin embargo, la documentación de archivo consultada en el Archivo General de la Nación habla de 8.000 misioneros. Por más detalle, consultar Gonzáles y Rissotto, y Susana Rodríguez Varese. “Contribuciones al estudio de la influencia guaraní en la formación de la sociedad uruguaya”. Revista Histórica. 1982, pp. 199-316.
[v] La colonia San Servando, en el Departamento de Cerro Largo, fue fundada en 1833. Para más detalle acerca de la situación de las colonias misioneras en el país, consultar el “Informe Uruguay”, para la Comisión del Patrimonio Cultural de la Nación. PROPIM, 2012.
[vi] Archivo General de la Nación: Ministerio de Guerra y Marina, Caja 1199, Foja 60, 23.01.1832
[vii] Archivo General de la Nación: Ministerio de Guerra y Marina, Caja 1209, Foja 1, 27.12.1832.
[viii] Archivo General de la Nación: Ministerio de Gobierno y Relaciones Exteriores, Caja 214, Expediente 48, 01.01.1860.
[ix] Archivo General de la Nación: Ministerio de Guerra y Marina, Caja 1190, Foja 7.
[x] Archivo General de la Nación: Ministerio de Gobierno, Caja 1187, Foja 25.
[xii] Para más información, consultar los trabajos de Isabel Barreto, Diego Bracco y Carmen Curbelo.
Bibliografía
POLLAK, Michael. Memoria, olvido, silencio. La producción social de identidades frente a situaciones límite. La Plata, Argentina: Ed. Al Margen, 2006.
REPETTO, A. Francesca. Arqueología do apagamento. Narrativas de desaparecimento charrúa no Uruguai desde 1830. Tesis de maestria defendida en el Programa de Pós-graduação em Antropologia Social, Museu Nacional/UFRJ. Rio de Janeiro, 2017.
José Tadeu Arantes | Agência FAPESP – Existe uma expressiva produção historiográfica sobre os primeiros 250 anos de contato dos indígenas com os conquistadores europeus do atual território brasileiro. O escambo entre forasteiros e nativos, as várias tentativas de escravização dos índios, a catequese jesuíta, o protagonismo indígena em grandes episódios, como a Guerra dos Tamoios, são razoavelmente conhecidos. Mas, após a derrota dos Guarani das Missões Jesuíticas em meados do século XVIII, escasseiam os relatos. Eles só irão reaparecer no século XX, com a intensificação do processo de interiorização. O século XIX, em especial, parece desprovido de índios. Presente na poesia e na prosa da literatura romântica, o indígena é o grande ausente nas páginas da história.
Com a ajuda de frades capuchinhos italianos, o Império procurou enquadrar os índios geográfica e culturalmente, mas a resistência velada que estes opuseram redimensionou o empreendimento (imagem: Cacique Pahi Kaiowá, Aldeamento de Santo Inácio do Paranapanema. Franz Keller, 1865 / Carneiro, Newton: Iconografia Paranaense, Curitiba, Impressora Paranaense, 1950)
No entanto, o século XIX foi palco da primeira política indigenista do Estado brasileiro. O fenômeno é o objeto do livro Terra de índio: imagens em aldeamentos do Império, de Marta Amoroso, publicado com o apoio da FAPESP. A obra resultou das pesquisas de doutorado e pós-doutorado de Amoroso – ambas apoiadas pela FAPESP.
“Esta política de Estado, baseada no “Programa de Catequese e Civilização dos Índios”, e instituída por decreto do imperador Pedro II, consistia no aldeamento das populações indígenas. E atendia a dois objetivos principais: por um lado, integrar o índio, como trabalhador rural, à jovem nação brasileira; por outro, liberar terras, antes utilizadas pelos indígenas, para os imigrantes europeus, que começavam a chegar nas colônias do Sudeste do país”, disse a pesquisadora à Agência FAPESP.
Pedro II tinha apenas 19 anos quando assinou, em 24 de junho de 1845, o decreto que criou os aldeamentos. Estes perduraram até o final do Segundo Reinado, em 1889. Aldeamentos foram criados em todas as províncias brasileiras. Para administrá-los e dirigi-los, o Império solicitou à Propaganda Fide, do Vaticano, precursora da atual Congregação para a Evangelização dos Povos, que enviasse ao Brasil frades italianos da Ordem Menor dos Capuchinhos. Cerca de cem missionários capuchinhos desembarcaram no país, logo enviados aos quatro cantos do Império, ao encontro das populações indígenas.
“Os capuchinhos não tinham frente aos índios um projeto de autonomia como o dos jesuítas, que atuaram nos primeiros séculos da colonização. Eram pragmáticos e burocráticos, a maioria deles de origem rural, mal falando o português. E foram contratados como funcionários do governo, com salário pago. Estavam envolvidos no programa de criação da nação brasileira, de construir um povo a partir da mistura. Era um programa de apagamento da identidade indígena, e os capuchinhos se empenharam ao máximo em levá-lo à prática”, informou Amoroso.
A maior parte da documentação utilizada por ela em seu livro veio de um arquivo dessa ordem religiosa, localizado no Rio de Janeiro. “Os capuchinhos deixaram relatórios e cartas absolutamente circunstanciados, com detalhes administrativos ultraminuciosos. Além dos relatos dos viajantes do século XIX, foram esses documentos religiosos, e ao mesmo tempo oficiais, que forneceram a base de dados para o meu trabalho”, afirmou.
Inicialmente a pesquisadora fez um levantamento da cartografia dos aldeamentos do Império. Depois, fechou o foco da pesquisa no sistema de aldeamentos do Paraná, especialmente em seu núcleo central, São Pedro de Alcântara, localizado às margens do rio Tibagi, para o qual havia uma documentação muito substanciosa. “Esse aldeamento, próximo da cidade de Castro, reuniu cerca de 4 mil índios, de quatro etnias: os Kaingang, do tronco linguístico Macro-Jê, e os Kaiowá, Nhandeva e Mbyá, que são falantes da língua Guarani. Considerados agricultores dóceis, os Guarani-Kaiowá, que atualmente sofrem violências brutais devido a conflitos de terras, foram trazidos do Mato Grosso para o Paraná, com a perspectiva de que povoassem os aldeamentos do governo e pudessem produzir mantimentos para abastecer o exército brasileiro na chamada Guerra do Paraguai [1864 – 1870]”, relatou Amoroso.
Segundo a pesquisadora, foram feitas várias tentativas para tornar o aldeamento de São Pedro de Alcântara economicamente produtivo: mantimentos, café, tabaco etc. Mas todas elas fracassaram. Até que o empreendimento finalmente prosperou com a instalação de uma destilaria de aguardente. “Houve todo um esforço, muito bem documentado, dos capuchinhos na montagem dessa destilaria. É incrível que uma das maiores calamidades vividas pelas populações indígenas, que é o alcoolismo, tenha sido oficialmente promovida”, comentou.
Programa de Catequese
O “Programa de Catequese e Civilização dos Índios” inspirou-se em uma ideia de tutela das populações indígenas que remontava aos Apontamentos para a civilização dos índios bravos do Império do Brasil, produzidos em 1823 por José Bonifácio de Andrada e Silva. E, antes deles, às diretrizes definidas pelo Marquês de Pombal após a expulsão dos jesuítas do Império Português, na segunda metade do século XVIII.
Como escreveu Amoroso, o modelo do indigenismo pombalino, retomado nos aldeamentos indígenas do Império, contrastava na sua concepção com o ideal de autonomia buscada pelas missões jesuíticas. Daí a ênfase na mistura dos índios com os demais habitantes das vilas e povoados, na migração dos colonos para as regiões tradicionalmente habitadas pelos indígenas, e nos deslocamentos forçados dos índios. Bem como nas tentativas de proibição do uso das línguas indígenas e do nheengatu, a chamada “língua geral”, resultante da mistura de idiomas indígenas com o português.
Até por isso, os aldeamentos do Império não eram áreas de confinamento. Os índios não permaneciam reclusos em seu interior. “Os aldeamentos eram concebidos como colônias agrícolas, em cujas sedes ficavam lotados os missionários e funcionários contratados e instaladas as unidades produtivas mais importantes. E essas sedes administravam aldeias indígenas localizadas relativamente perto. Apesar de os deslocamentos serem admitidos pela ideologia associada aos aldeamentos, na maioria dos casos, estes traslados forçados de população de fato não ocorreram. Os frades tutelavam aldeias que já existiam e continuaram existindo”, acrescentou a pesquisadora.
A própria ideia da tutela parece ter sido encarada como uma solução provisória. Em carta enviada pelo Palácio Imperial ao presidente da Província de São Paulo em 1847, dois anos após a assinatura do decreto que criou os aldeamentos, assim foi exposto o princípio que os orientava: “arrancar à vida errante a multidão de selvagens que vaga pelos nossos bosques para reuni-los em sociedade, inspirar-lhes o amor ao trabalho e proporcionar-lhes os cômodos da vida civil, até que possam apreciar as suas vantagens e viver de qualquer trabalho ou indústria”. Essa mesma correspondência ordenava ao presidente provincial que impedisse que o aldeamento acolhesse indígenas e descendentes já integrados à sociedade, “confundidos na massa geral da população”.
Um aspecto para o qual a pesquisadora chamou a atenção foi o fato de que, ao lado de cada aldeamento, o Império instalou também uma guarnição militar. “As Colônias Militares são a evidência de uma política de guerra nas fronteiras internas do Império, em contraponto à ‘brandura para com os índios’ da propaganda imperial”, disse.
O livro destaca as estratégias indígenas diante do “Programa de Catequese e Civilização dos Índios”, encenando uma resistência não declarada nos territórios então administrados pelo Governo. “Tomando como exemplo a participação Guarani em um desses aldeamentos, vislumbram-se conflitos interétnicos e a grande mobilidade de indivíduos e grupos familiares em torno dos equipamentos instalados. O abandono frequente de São Pedro de Alcântara pelos Guarani foi muitas vezes motivado pela impossibilidade de compartilharem o espaço do aldeamento com os funcionários e religiosos e com outros coletivos indígenas aldeados. Já os Kaingang, além de terem imposto sua presença nos aldeamentos originalmente concebidos para os Guarani-Kaiowá, permaneceram em algumas das unidades criadas mesmo depois de estas serem abandonadas pelos órgãos públicos”, descreveu Amoroso.
Moeda de troca
Mas, de maneira geral, o que a pesquisa destacou foi a grande mobilidade dos grupos indígenas que permaneceram em suas aldeias, frequentando eventualmente os aldeamentos.
“Isso era favorecido pelo fato de que, no século XIX, havia ainda uma grande área disponível para a circulação. Logo depois da Lei de Terras de 1850, as fazendas privadas estavam sendo implantadas, os colonos europeus estavam chegando, mas os índios ainda podiam circular por vastas extensões. E frequentavam a civilização apenas quando lhes convinha. Indivíduos que já haviam sido batizados em um aldeamento apresentam-se em outro como ‘selvagens’, em busca de ajuda. E usavam os equipamentos fornecidos pelos missionários como ‘moeda de troca’ nos relacionamentos com outros grupos indígenas. Os frades comentavam e se indispunham contra essa mobilidade, mas nada podiam fazer, porque, sem dizer ‘não’, fazendo-se muitas vezes de desentendidos, os índios opunham uma resistência velada, que acabou se impondo”, argumentou Amoroso.
Assim, a despeito do zelo gerencial dos capuchinhos, a política de aldeamento fracassou. As atividades produtivas não prosperaram, as verbas foram minguando, os equipamentos se degradaram, e as políticas indígenas triunfaram sobre a normatização burocrática. “Nem mesmo a orientação de que os índios deviam se comunicar apenas na língua portuguesa deu certo”, acrescentou a pesquisadora.
Algo importante que a pesquisa buscou destacar foi o “outro lado” dessa história, isto é, como os grupos indígenas vivenciaram o processo. “O trabalho com a documentação, na tentativa de compor uma etnografia, me permitiu perceber que houve todo tipo de arranjo: grupos inteiros foram exterminados, como os Guarani-Kaiowá de São Pedro de Alcântara, que morreram devido a uma epidemia de cólera na década de 1860; grupos permaneceram, como os Kaingang, que até hoje habitam a região; grupos transitaram pelos aldeamentos, sendo registrada ao longo das quatro décadas grande mobilidade dos Nhandeva e os Mbyá”, informou.
Muitos aldeamentos do Império são agora terras indígenas. É o caso do Aldeamento São Jerônimo, atualmente Posto Indígena São Jerônimo da Serra, na margem do rio Tigre, afluente do Tibagi, no Paraná. Criado em 1859, a partir da doação da Fazenda de São Jerônimo pelo Barão de Antonina, teve sua área original, de 33.880 hectares, drasticamente reduzida para pouco mais de 1.339 hectares. Mas sua modesta população vem apresentando consistente crescimento demográfico: 133 pessoas, em 1945; 285, em 1975; 380, em 2005, de acordo com informações do Portal Kaingang.
Também a população Guarani do Estado de São Paulo, computada, em 2013, em 3.593 indígenas das etnias Nhandeva e Mbyá, vem crescendo a uma taxa de 4,5% ao ano, muito superior à da média da população brasileira (de 0,9%, em 2013, e de 0,8%, em 2016) (fonte: www.rau.ufscar.br/wp-content/uploads/2015/05/vol5no1_03.Juracilda.pdf).
Essa tendência de recuperação demográfica de populações altamente devastadas é um fenômeno conhecido e registrado hoje em dia na África. No território brasileiro, cuja população indígena foi reduzida de estimados 5 milhões em 1500 para 400 mil atualmente (distribuídos em cerca de 200 etnias e 170 línguas), isso também está ocorrendo.
“Ainda mais persistente do que a sobrevivência física tem sido a sobrevivência das práticas culturais. O fio da meada que parece desaparecer em um ponto volta a aparecer adiante, muitas vezes de forma surpreendente. Descobri, por exemplo, que o núcleo Guarani que, em 1906, acolheu em São Paulo o célebre etnólogo alemão Curt Unckel (1883 – 1945) provinha exatamente daquele aldeamento estudado, no Paraná. Foram eles que lhe deram o nome Nimuendajú, pelo qual o alemão trocou seu sobrenome Unckel ao se naturalizar brasileiro. Em seu trabalho de campo, Curt Nimuendajú entrevistou grandes xamãs Guarani, que passaram pela experiência dos aldeamentos. Estes lhe falaram do trabalho extenuante que tinham que realizar sob a direção dos capuchinhos. E também relataram seus primeiros contatos com as drogas da civilização: o açúcar e a cachaça.”
Curt Nimuendajú tornou-se um marco da etnologia, quase tão lendário em vida quanto o foi o etnólogo groenlandês Knud Rasmussen (1879 – 1933). É revelador que a busca de uma perspectiva indígena sobre a política de aldeamento tenha convergido para a trajetória do etnólogo. E que uma abordagem antropológica da tentativa de enquadramento institucional dos indígenas tenha vindo desembocar na figura daquele que testemunhou com os próprios olhos, na década de 1920, a mais impressionante manifestação da fidelidade do povo Guarani a suas raízes culturais: a última grande migração para o Leste, em busca da mítica “Terra sem Males” (Yvy marã e’ỹ).